El Gobierno de Milei se empeña en frenar de manera frontal la labor en la ex ESMA, un emblemático espacio de memoria que hoy es blanco de maniobras administrativas y políticas. En una jugada que evoca las viejas disputas por el control ideológico de la historia, el Ministerio de Justicia ha vuelto a recurrir a la temida figura de la “auditoría”. Esta estrategia, ya utilizada para congelar las reparaciones a las víctimas del terrorismo de Estado, se traduce ahora en la suspensión de transferencias de fondos por 60 días, amenazando con paralizar no solo la operación del ente que cuida este sitio patrimonial, sino también el pago de salarios a quienes trabajan día a día para preservar la memoria.
La ex ESMA, ubicada en el corazón de la Avenida del Libertador, es mucho más que un edificio: es un escenario simbólico donde se confrontan pasados y presentes. Desde que Néstor Kirchner desmanteló la presencia de la Marina en 2004, este espacio se transformó en un bastión de la memoria, custodio de las historias de miles de personas secuestradas durante la dictadura. Con la UNESCO reconociéndolo como Patrimonio de la Humanidad, cualquier intento de entorpecer su funcionamiento adquiere tintes de agresión a la memoria colectiva.
El anuncio, firmado por el subsecretario de Gestión Administrativa Juan Cruz Montero, llegó casi como una sentencia. La decisión no solo pone en riesgo la operatividad de la Secretaría de Derechos Humanos y sus aliados, sino que también podría abrir la puerta a una nueva judicialización del tema, algo que ya se perfilaba tras las advertencias del juez federal Ariel Lijo. Mientras tanto, los trabajadores –respaldados por la ATE Nacional– se preparan para tomar medidas, organizando asambleas y ceses que responden a una política que parece destinada a desmantelar la memoria histórica.
Pero la maniobra va más allá de un mero ajuste presupuestario. Es parte de una estrategia coordinada que se pone de manifiesto en múltiples frentes: desde la desclasificación sospechosa de archivos de la SIDE hasta la polémica sustitución de símbolos. Un ejemplo simbólico es la retirada, y posterior reinstalación, de la gigantografía de Néstor Kirchner, un acto que no solo encarna la pugna ideológica, sino que también revela la intención de reescribir o, peor aún, borrar episodios dolorosos de la historia reciente.
El escenario es tan complejo como emblemático: por un lado, la administración tripartita que, en teoría, debería garantizar la preservación y promoción de la memoria, y por otro, un Gobierno que utiliza herramientas administrativas para favorecer una narrativa que legitima el accionar de las Fuerzas Armadas durante uno de los periodos más oscuros de la Argentina. Entre maniobras y contra-maniobras, lo que está en juego es nada menos que el derecho a recordar y a la justicia para las víctimas.
Con cada auditoría y cada medida restrictiva, se escribe una nueva página en la crónica de una lucha que, lejos de cerrarse, se intensifica. La ex ESMA, ese espacio de dolor y resistencia, se ve envuelta en una disputa que trasciende lo meramente administrativo para convertirse en un campo de batalla por la memoria, la verdad y la justicia en la Argentina contemporánea.
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